Me encanta la comida. Desde niño, mi papá nos enseño (a mi hermana y a mi) que debíamos aprender a comer de todo por varias razones: en primer lugar para que en caso de que estuviéramos en casa de algún amigo o conocido, y nos quedáramos a compartir los alimentos con ellos, no causáramos alguna vergüenza con declaraciones como: "guácala" (
eew!, for the english spokens), o "es que no me gusta esto, señor(a)", etc...
you've got the main idea.
Cuando practicaba
Tae-Kwon-Do, por ahí de 1987, le pedí a mis padres que de cumpleaños me llevaran a comer a un restaurante de comida coreana, por aquello de conocer más acerca del arte marcial que estaba estudiando y porque los Juegos Olímpicos serían en la capital de ese país al año siguiente.
Llegó la fecha de mi onomástico y fuimos al que en ese entonces era el único restaurante de la especialidad en la ciudad de México. Se llamaba el "Pabellón Coreano" y estaba ubicado en la Zona Rosa (Estocolmo #16, entre las calles de Hamburgo y Paseo de la Reforma).
De ese primer encuentro con la gastronomía del país de la Calma Matinal, recuerdo que en la mesa había al centro una parrilla semejante a las de los restaurantes que preparan
tepanyaki (cocina japonesa), que lo que nos sugirieron para comer lo traían en unos frascos de conserva que, en palabras de mi querida hermana, "olían a podrido" (en realidad estaban fermentados). Éstos se ponían en la plancha para asar y se llevaban a un plato con una salsa extremadamente picosa y con un predominante sabor a ajo.
Para no hacer el cuento largo, ese día termine comiendo verduras rayadas, y nunca más hemos vuelto a degustar este particular estilo de cocina... Hasta ayer.
Imaginen la escena:
Viernes de quincena, filas interminables en todos los bancos. Sí, en todos los bancos de la Zona Rosa; miles de usuarios que iban a cambiar cheques, pagar servicios y tarjetas, cambiar divisas, et all... 16:30 horas y sin nada en el estómago desde el desayuno de las 06:00 horas. El buen Josef tiene ¡mucha! hambre.
Una vez que ha salido del pandemonium bancario va caminando sobre la calle de Amberes pensando en las "profundidades del pan tostado" y "la inmortalidad del cangrejo" (es decir, en nada en particular), cuando de pronto un súbito olor lo devuelve al plano material de la existencia mediante el arco reflejo del reclamante estómago.
Su reacción inmediata fue dirigir el agudo sentido del olfato cual sabueso hacia el origen de aquella placentera escencia. A unos cuantos pasos de distancia aparece un anuncio que dice: "Restaurante Cheang Ki y Ya. Comida Coreana, Oriental y Sushi. Buffet $79 pesos".
Las tripas gruñen con creciente intensidad así que eflexiona por un momento considerando la experiencia anterior y concluye que si de nueva cuenta no le convence lo que va a comer, podrá acabar degustando sushi o fideos largos sin problemas.
El lugar era angosto, con decoración casi inexistente. Las paredes con tirol en color blanco. El restaurante está dividido en tres secciones, las que están junto a la recepción asemejan gabinetes como los que existían en aquellos viejos cafés de chinos del centro histórico con sus sillones de piel y sus paneles de madera. No había nadie en aquella zona.
La segunda sección, la cual se encontraba casi vacía, tenía una docena de mesas de tamaño pequeño, cuadradas. Con vista a la calle se encontraban las mesas del buffett, una para platillos calientes; y otra para los fríos donde se encontraban los rollos de sushi, las ensaladas y los postres. Finalmente la tercera sección se encontraba al fondo del restaurante, zona en la que se encontraban sentados únicamente miembros de la creciente comunidad coreana de la ciudad. Cabe destacar que lo único que separaba la ambas secciones era un biombo retractil.
Los meseros (3, hasta donde pude identificar), mexicanos todos, sin la más mínima preparación para atender a los comensales. Jamás me recibieron al entra al local, y ya no digamos me dirigieron hacia donde sentarme.
Ya instalado en la mesa y una vez que pedí un refesco de cola (no tenían ninguna clase de té), sugerí me mostraran la carta para que así me recomendaran algún platillo. Su respuesta: arrojaron la
Carte de Menu a la mesa con un "permítame" como justificación, tan sólo para atender servilmente a un par de jovencitas del país extranjero en cuestión quienes en ese preciso instante habían pedido su cuenta.
Dado que el mesero en cuestión desapareció (no regresó a tomarme la orden), me puse de pie para dirigirme a la mesa del buffet. Los platillos olían bien, pero no había ninguna descripción de lo que había en cada una de las charolas.
Tome un plato, me serví un poco de cada platillo de la mesa de las especialidades, tomé un juego de palillos (
chop sticks) y me dirigí de regreso a mi mesa. Di el primer bocado a un trozo de arroz. Instantáneamente vino a mi mente el emblemático recuerdo del sabor a fermentado. Probé entonces unos cebollines (nabules), estaban salados, pero eran preferibles al arroz.
Seguí con unos rollos primavera versión miniatura, los cuales estaban crocantes, cual debe ser; carne de res en salsa de soya y chiles, picosa, pero de sabor agradable; Y un poco de carne en salsa agridulce, pero al darme cuenta que la vianda era era en realidad cerdo, la dejé. Me dirigí nuevamente a la mesa del
buffet para coger otro plato y servirme sushi. Tristemente ya no había, los 4 o 5 mexicanos que estabamos ahí al parecer habíamos coincidido en pensamiento, así que terminé, nuevamente, comiendo verduras, en este caso, ensalada de lechuga con pepino y jitomate.
Tras probar unas fresas con crema como postre, pedí la cuenta en tres ocasiones. Pasaron cerca de 10 minutos (con el restaurante casi vacío, debo enfatizar) antes de que ésta llegara. Puse el dinero correspondiente y como no pasaban a recogerlo, sin más, salí del lugar.
Así que van dos experiencias negativas con la cocina de uno de los más bellos y emblemáticos países del mundo. Pero hay que decir que los dueños, coreanos por supuesto, de este restaurante deben escoger mejor al personal que trabaje para ellos.